¿Cuántas veces al día dedicamos a mirarnos al espejo?, puede que una, varias o muchas, puede que ninguna. ¿Tienes ahora uno cerca?, ¿te importaría ir hasta él?, ¿qué has visto? Quédate con esa imagen e intenta describir las sensaciones que te haya provocado, si te ha dejado indiferente, o tal vez, piensa en el motivo por el que no has hecho el esfuerzo de acercarte.
Cuando la Annie Braddock (Scarlett Johansson) de Diarios de una niñera (Robert Pulcini, Shari Springer Berman, 2007) llega a una entrevista de trabajo en pleno centro de Manhattan y su interlocutora le pide algo así como, –defínase en breves palabras-, Annie sale despavorida del despacho. Acaba de darse de bruces con la evidencia de que es incapaz de responder porque no tiene ni la menor idea de quién es. Ya es graduada universitaria, las frustraciones de su madre le pesan como una losa de responsabilidad moral que parece haber decidido su futuro, pero se enfrenta a él y lo cuestiona.
Hubo un sociólogo nacido en Canadá, Ervin Goffman (1922-1982), para quien el teatro era una interesante metáfora que nos ayuda a entender cómo funciona la vida cotidiana. Según Goffman, el ser humano va cambiando sus máscaras conforme varía de compañía, circunstancia y objetivos, y su gran aspiración es, sobre todo, que los demás crean en el papel o, mejor dicho, los papeles que irá representando a lo largo del tiempo. Porque lo que yo soy es, en parte, lo que los otros reconocen en mí. Ello no implica, necesariamente, falta de personalidad o iniciativa; simplemente se trata de que como homínidos altamente evolucionados que somos (en teoría), nos definimos como seres sociales, de modo que sin los demás, seguramente nos faltarían piezas.
De ese modo, nuestra identidad (-es) se va haciendo y deshaciendo, creando y acumulando, la vamos descubriendo, si la dejamos salir, o se queda agazapada de por vida, si tememos probar otras nuevas. Podemos sentirnos vinculados con nuestro nombre, nuestra profesión o nuestro origen familiar, incluso podemos ser uno cuando los parientes está presentes, y otro, cuando no es así. Es lo que le ocurre a Julie Delpy en Dos días en Paris (2007), y Dos días en Nueva York (2011), películas que hacen de la familia, el asunto por el cual una pareja puede empezar a conocerse, sorprenderse y acercarse, tanto como descubrirse y alejarse. Igualmente, podemos identificarnos con el lugar en el que hemos acabado viviendo, con los amig@s que le dan sentido al camino o con nuestro más aclamado héroe. Podemos vivir una vida anónima y modesta, ignorando que en la punta más austral de África, resulta que nuestra música es motivo de adoración, como cuenta Malic Bendjelloul en la muy, muy, muy (no hay suficientes “muy”) recomendable Searching for Sugarman (2012). Y como decía Goffman, podemos ser gracias a los otros, me explico. Todas las mañanas escucho en Radio 3 el programa Hoy empieza todo. En su segundo tramo, la presentadora, Marta Echeverría, lleva un tiempo de baja maternal y no pasa un solo día en el que el compañero que la sustituye, no la recuerde insistiendo el motivo por el que no está en el programa. Eso es ser visible sin que te vean, la clave para que algo o alguien, sea real. Por cierto, desde hace una semana, además de citar a Marta, otro de los compañeros se encuentra también de “baja paternal”. Un detalle tan insignificante en cuanto al esfuerzo que supone decirlo, como grande es en los efectos que provoca.
¿Qué ocurre cuando alguien creía conocerse bien pero, de repente, descubre que no es así, o incuso que sí se conocía pero preferiría cambiar de rumbo?
Fabián Barrio estaba hastiado de su rutinaria y estresante vida, tanto que decidió dar la vuelta al mundo en su preciada moto y aquella experiencia, sin lugar a dudas, le cambió: a él, su modo de ver, de vivir, de respirar, y también a las personas de su entorno. Leer su diario de viaje, Salí a dar una vuelta, es viajar con él y reír con sus miles de anécdotas fronterizas, es discutir en silencio con su sarcasmo y desear tener sus agallas, es sentirte segura en tu pequeño mundo y, al segundo, querer sentir también el vértigo de cruzar una nueva franja horaria. Una de las claves que destaca Fabián cuando llega al final de las páginas y rememora ese puzle en el que se ha convertido el viaje, es que la clave para poder llegar a hacer algo así, es comprender la necesidad de explorar ese interior de uno mismo que el tiempo, las cuentas bancarias o los compromisos ineludibles, acaban por soterrar.
Lo que Fabián Barrio logró al salir a dar esa pedazo de vuelta, fue mirarse en el espejo y enfrentarse a su rostro quitándose la máscara de lo que uno no quiere, pero no sabe cómo cambiar. Una de las mejores series que he visto en mucho tiempo, junto a The Wire y Treme (tampoco habría suficientes “muy” para recomendarlas), es Boardwalk Empire. Ambientada en el Atlantic City de los años 20, durante la ley seca, está protagonizada, entre otros, por Nucky Thompson (un excelente Steve Buscemi), un gánster cuya identidad se va construyendo para el espectador conforme la trama avanza y el personaje reacciona. En la segunda temporada, hay un momento en el que, antes de ir a una fiesta, Nucky se coloca delante de un espejo que triplica su imagen oculta tras un antifaz: ¿hay mejor manera de decirlo todo sin pronunciar una sola palabra? El efecto en pantalla es glorioso, pues si ya el personaje está lleno de misterio, el espejo y el antifaz, agrandan la sensación de lo que sabes y lo que te queda por saber, lo que deseas conocer y nunca alcanzarás a comprender o tendrás que interpretar. Es algo más que pretender engañarse a uno mismo, es aspirar a ser capaz de controlar el reflejo y saber que uno es siempre algo más de lo que pueda parecer.
En ese juego de reflejos y construcciones, puede ocurrir que nuestra identidad se nos escape y acabe por sernos negada o cuestionada, sin ninguna consideración. Son muchos los rostros que se pasean por las imágenes tomadas por el fotógrafo Samuel Aranda en el reportaje En España: austeridad y hambre, que publicó The New York Times; rostros, cuerpos y miradas sin nombre. Al verlos, no sabemos quiénes son, pero podemos sentir que, de una forma u otra, les conocemos o compartimos su historia. -¿Quién soy yo?-, diría el chico que, de espaldas, busca dentro de un contenedor de basura, -¿no lo sé?-, respondería, -el ministro García-Margallo dice que no estoy en España, sino en Grecia-. Y así, de repente, mi identidad se transforma, porque hay a quien no le interesa, o a quien le interesa que yo sea otra persona.
«Un hombre sabio me dio la respuesta a la pregunta de quién y qué somos, diciendo: somos la suma de todo aquello que ocurrió antes que nosotros, de todo aquello que tuvo lugar ante nuestros ojos, de todo aquello que se nos ha ido. Somos, cada uno y cada cosa que ha influido en nuestra existencia o que ha sido influida por la nuestra. Somos todo lo que pasa después de que ya no existimos y lo que no ocurriría si no hubiésemos existido»
Almanya. Bienvenidos a Alemania (Yasemin Sandereli, 2011)
¿Recuerdas lo que te sugirió tu reflejo en el espejo?, yo de ti volvía y me diría algo bonito. Te lo mereces.
Sólo puedo dejar este enlace para completar este artículo:
http://www.youtube.com/watch?v=MX8tP28pocM
Me encantan las dos entradas: la de Vir, con una profundidad brutal, y la de Victor, algo menos profunda pero bien interesante.
Ambas recorren los mejor del ser humano.
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Me gusta más mirarme con los ojos cerrados,aunque reconozco que mi cara siempre es reveladora.
http://www.perceptionweb.com/perception/editorials/p6466.pdf
Gracias, Félix, te digo algo cuando lea el artículo.