La tarde en la que el paraguas número un billón fue abandonado a su suerte en la esquina de una ciudad cualquiera con una varilla rota, los paraguas del mundo vieron rebosar su paciencia y se levantaron contra los seres humanos. Ese día no llovió, ni tampoco al siguiente, ni al otro; en realidad estuvo sin llover durante meses, de modo que nadie era consciente de que los paraguas no volverían a protegerles nunca más porque ya estaban hartos de tan poca consideración. No podían seguir consintiendo que ante el mínimo fallo, -una ráfaga de viento que les vuelve del revés, un descosido en la tela o un mango que se afloja-, se deshicieran de ellos y las calles se plagaran de paraguas agonizantes.
Entonces la gota fría llegó y solo entonces, los humanos se horrorizaron ante la idea de tener que correr de alféizar en alféizar evitando esa gota maldita que siempre aterriza sobre tu cuero cabelludo. Para algunos humanos la noticia no era tan terrible: solo había que esperar a que amainara la lluvia. Los más aventureros, aquellos que nunca tuvieron un paraguas o que perdieron cientos de ellos, vieron su gran oportunidad: mojarse, sin más.
Llovió durante días enteros, y sin darse cuenta los humanos empezaron a arrugarse como chufas caducadas y a encoger, como jerséis olvidados en la secadora. El cambio climático, titulaban algunos periódicos; Terrorismo extranjero, amenazaban otros. Siguió lloviendo y su piel comenzó a cubrirse de moho por la humedad, un moho que al principio se desprendía con facilidad hasta que agarró con fuerza como la mala hiedra. Y en los bares y en las tertulias no se hablaba de otro asunto que no fuera aquella nueva epidemia primaveral que en algunos casos había empezado a mutar en forma de musgo entre las uñas. Cuando ya parecía que la lluvia amainaba, los humanos dejaron de hablar y empezaron a croar, convertidos en ranas a las que enseguida les entró ganas de echarse una mosca a la boca. Confundidas con falsos cuentos de amor, las ranas esperaron ese beso que nunca llegaba con el que recobrar su estado original.
Y mientras, los paraguas se entregaron a los excesos de celebrar su venganza. Se abrían y cerraban a sus anchas bajo el sol, jugaban a travestirse en sombrillas, giraban provocadoramente sobre los charcos para llenarse de agua hasta no dar más de sí y desgarrarse.
Un día, aburridos, los paraguas se quedaron clavados en la tierra y hundidos en los paragüeros. El aburrimiento fue tan profundo que les salieron raíces en forma de bostezo y sus varillas crecieron desordenadamente. Llegado el momento florecieron hasta germinar cientos y cientos de botas de agua. Y las ranas, perplejas, se miraron las ancas unas a otras con un extraño sabor a goma en la lengua.
Vaya giros magníficos para mi deleite.
Gran placer.
Me ha encantado!
🙂
Las sombrillas de playa pensaron: «cuando veas las barbas de tu vecino cortar…» :*
… pon tus flecos a remojar,…, pobres sombrillas abandonadas tras una jornada de playa, junto a esterillas raídas…
Me ha encantado, que original historia!!!! Besitos
¡Increible! ¡Me ha encantado!
Más, más…