El actor de cine famoso, -famoso para creer que algunas miradas desconocidas crean reconocerle, pero no lo suficiente como para pensar que cualquiera le admire y desee-, entra en la cafetería acompañado. Se sienta junto a la ventana y pide un batido de fresa. Solo hay un par de mesas ocupadas y mientras su acompañante le cuenta una historia sobre presupuestos y localizaciones que no acaba de interesarle del todo, el actor deja que el gusto por observar que tanto tiempo lleva practicando, guie su atención. Y su atención va a posarse sobre una mujer delgada que agota su café y se come las páginas finales de un libro. El actor la mira e imagina la historia que estará cobrando vida delante de sus ojos: una historia de amor, seguramente, mil veces contada, basada en hechos reales y ubicada en la Inglaterra del XIX. Por un momento siente lástima por ella, una lástima intermitente entre la prepotencia de quien cree leer asuntos mucho más elevados, y la sensibilidad de alguien que en ocasiones imagina cómo hubiera sido su vida de haber aceptado aquel empleo al salir de la Escuela de Ingeniería industrial. Vuelve a mirarla, pero la mujer delgada ya no es mujer, es hormiga, una hormiga que sorbe el líquido y agita sus antenas a toda prisa porque la están esperando sus compañeras, y su sentido del deber está por encima de cualquier acto placentero. El actor y su acompañante continúan dibujando en el aire palabras de trabajo que no llegarán a buen puerto y a través de esa cortina invisible de frases pasa la hormiga-mujer cuando se marcha de la cafetería. El actor la sigue con la mirada, ella paga, sale a la calle y enfila su cuerpo negro acera arriba.
La camarera que le ha cobrado se acerca a la mesa vacía; la limpia con un par de movimientos rápidos de paño y aunque no queda perfecta, la da por aceptable. La camarera no está teniendo hoy su mejor día: se ha levantado con un terrible dolor de cabeza y lleva en pie varias horas. Menos mal que ahora la cafetería está más tranquila. Apoyada en la barra mira hacia el exterior a través del ventanal y se da cuenta de que hace ya rato que tres mujeres de más de sesenta permanecen sentadas en un banco echando miradas cómplices hacia el interior. Ríen, cuchichean y se dan pequeños empujones unas a otras como animándose a entrar. Las tres llevan el pelo corto, brillan de arriba a abajo y deslumbran con sus joyas, sus lentejuelas y sus irritables carcajadas. Son como luciérnagas atragantadas de espumillón que revolotean en un intento por abordar a la presa que han localizado junto al batido rosa.
La mujer delgada regresa a la cafetería: ha olvidado la chaqueta verde con cuello Mao que cogió de casa por si refrescaba. La camarera se la ha guardado detrás de la barra y desde allí se la entrega entre el muy amable de una y el un placer de la otra. A la camarera le salen alas de mariposa y estas se llenan de ojos, de ojos de búho que miran intensamente a la mujer delgada. El actor, que hace ya rato que dejó definitivamente de escuchar a su acompañante, salta sobre él y este, ladra.
Miradas
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Genial, como siempre :*
… ¡¿Pero qué ha puesto en mi bebida camarera?!…
Entretenido y divertido, estupendo!!