Las tres profesoras deciden pasar el día fuera de la ciudad. Ya han terminado las clases y están en época de exámenes, así que nada mejor que conectar con la naturaleza para vaciar la mente de preguntas poco ingeniosas y respuestas mudas. Montan en el coche y varios atascos más tarde, el gris cemento se colorea verde. Hablan, comen y ríen. Cuando la pereza se cansa de sí misma y las piernas piden otra vez algo de movimiento, deciden dar una vuelta por el monasterio que dejaron atrás antes de acercarse al río.
Parece que ese día es justo el de cierre, así que no podrán verlo por dentro, pero al menos pueden refrescarse entre los muros de piedra.
Cruzan la verja de hierro, atraviesan los jardines y un fugaz pensamiento de -creo que me voy a quedar aquí el resto de mis días libres porque esto de corregir exámenes es una pesadilla- salta como una chinche de cabeza en cabeza. Como son unas intelectuales algo enfermizas, imaginan lo que allí pudo suceder hace siglos: para una, la devoradora empedernida de libros, el sitio es perfecto para escribir la mejor novela de todos los tiempos y comérsela cruda después. Otra, la diseccionadora de cerebros y sonámbula ocasional, ya piensa en el mejor modo de embotellar aquella calma para llevársela consigo y esnifarla cuando le plazca. La tercera, toda una señora políticamente incorrecta sobre tacones, medias de cristal y plantillas para el juanete, camina con prudencia procurando no pisar ninguna hormiga, por aquello del mal karma.
De repente, un ruido de motor se cuela entre los resquicios del suelo y reverbera hasta el campanario. Poco a poco el ruido se hace presencia y las tres profesoras ven pasar una Vespino roja y asmática que va dando pequeños botes al compás de los adoquines, mientras echa bocanadas intermitentes de humo cual fumador crónico. Sobre ella, la que aparenta ser una bruja en toda regla, con su atuendo tradicional de bruja, su verruga de bruja y su escoba de bruja, se dirige sin desviar la mirada hacia la entrada de la iglesia. Allí, un grupo de monjes sin cabeza y con capucha ya la están esperando y las tres profesoras aplastadas contra la pared se recuperan del susto, pero asoman la vista para no perder detalle.
La bruja aparca la Vespino roja y se acerca hasta ellos, forman un círculo y ante el estupor de las mironas, la bruja saca un sapo, lo sostiene en la mano por unos segundos y sin pensarlo, lo lame por toda la espalda como si fuera un sello de gigantescas proporciones. Pasados unos segundos, su cuello se va girando como si se desenroscara y se queda rígidamente mirando hacia el lado derecho. Las tres profesoras se van alejando de puntillas de aquel esperpéntico aquelarre y mientras, los monjes cargan con el cuerpo de la bruja y lo trasladan dentro del monasterio.
Caos en la carretera, desvíos improvisados para poder llegar hasta la ciudad. Polvo, humo y sirenas, luces y mantas térmicas que envuelven los tres cuerpos tirados en el asfalto. Unos zapatos de tacón perdidos en la cuneta. ¿Y este sapo pegado en la luna del copiloto?, se pregunta una y otra vez el conductor de la grúa que retira el vehículo. Y una leve molestia en el cuello le tuerce el gesto, pero no le da mayor importancia. Será el stress.
truculento final… del rosa al negro!
Final sorpresa; muy ingenioso… y muy bien escrito!!
Felicidades. Debes seguir, te necesitamos.
Jolín que final! No me digas que el conductor de la grua es la bruja. Continua con el relato, que me he quedado un poco flipada jajaja. Felicidades, escribes genial
Quién sabe, Celia, quizá el conductor solo es una víctima más, pero me gusta esa otra posibilidad…
¿La bruja se parecía a Espe?
😉
Besos
Gracias por vuestros comentarios,…, y por cierto, Terenci, ¿acaso estabas allí cuando me ocurrió algo parecido a lo que cuento? Tienes mucha intuición, y no digo más… :-))